Juan Antonio Cebrián
A principios del siglo I, la maquinaria bélica del emperador romano Octavio Augusto soñaba con expandirse por el centro y norte de Europa.
Sin embargo, una coalición de tribus germanas, lideradas por Arminio, supo oponerse a las implacables legiones, ocasionándoles una de sus más severas derrotas en el bosque sajón de Teutoburgo. Un desastre sin precedentes que retumbó durante siglos en los muros de la ciudad eterna.
El proclamado por el historiador romano Tácito como «gran libertador de Germania», vino al mundo en algún lugar de la actual Sajonia (Alemania) hacia el año 16 a. C., justo cuando las legiones de Octavio Augusto acababan de someter los últimos focos de resistencia cántabros en Hispania.
En aquellos tiempos, Roma ambicionaba expandirse más allá de la frontera natural marcada por el cauce fluvial del Rin, y los soldados imperiales establecían campamentos en la cercanía del río Elba, soñando con avanzar por el norte europeo. Arminio pertenecía a la tribu de los queruscos, gentes de origen germano dedicadas al pastoreo nómada y a la guerra entre clanes. Su padre fue Segimer, un gran jefe acostumbrado a pactar con los invasores latinos. Esta circunstancia le granjeó la amistad de estos y la ciudadanía romana, distinción que extendió a su familia, incluido su primogénito, Arminio. El muchacho poseía excelentes dotes para la vida militar, lo que le hizo participar como tropa auxiliar de las legiones romanas en algunas campañas bélicas por la Panonia (Rumanía) y los Balcanes, lugares donde el joven adquirió un indudable prestigio castrense.
Arminio regresó, en el año 7, a su patria, encontrándosela en una difícil situación. Por entonces, la zona sufría el rigor de un gobierno corrupto dirigido por Publio Quintilio Varo, un hombre convencido de la superioridad romana ante esos pueblos considerados primitivos. Por este motivo, Varo no reparaba en hostilidad con sus presuntos gobernados, generando un clima de sedición entre las belicosas tribus lugareñas.
En el año 9 Arminio encabezó una revuelta contra los odiados ocupantes. A dicha sublevación se sumaron, además de los queruscos, otros pueblos: marsios, chattis y bructerios. Juntos superaban los 20.000 guerreros, cifra muy similar al número de efectivos que manejaba el general Varo con tres legiones muy bien pertrechadas y con merecida fama de invictas.
En septiembre de ese año, el ejército romano cayó en diversas tretas concebidas por sus hasta entonces amigos germanos, encaminándose mediante pesadas marchas por zonas inhóspitas cubiertas de ciénagas, pedregales y parajes impenetrables.
Finalmente, las legiones quedaron copadas en las inmediaciones del bosque de Teutoburgo. En este escenario, Arminio había dispuesto una mortífera emboscada que pilló por sorpresa a los latinos.
Tras varios días de hostigamiento, ataques y pánico, los romanos acabaron por sucumbir, mientras Varo y sus generales optaban por el suicidio. Según se cuenta, en la batalla murieron más de 20.000 legionarios y otros tantos acompañantes del contingente latino. Los que no perecieron en combate fueron capturados y sacrificados en los rituales de guerra germanos, pues era costumbre de los teutones no hacer prisioneros entre los vencidos. La noticia heló el corazón de Octavio y de sus conciudadanos, conmemorándose desde entonces la fatídica fecha en la que sus legiones XVII, XVIII y XIX fueron aniquiladas. A tal punto llegó la conmoción que ninguna de estas unidades militares se rehizo jamás.
Seis años más tarde, el general Julio César Germánico dirigió más de 80.000 hombres contra la Germania en el intento de vengar la afrenta sufrida. Pero ni siquiera esto pudo someter el ánimo y la resistencia de los germanos y la guerra quedó en tablas, aunque cada uno de los contendientes se arrogó el derecho a la victoria. Como único –aunque valioso– botín de campaña, Germánico se llevó prisioneros a Thusnelda y Tumélico –mujer e hijo, respectivamente, del odiado jefe querusco– y fueron exhibidos por las calles de Roma con un incierto final para sus vidas.
Arminio falleció en el año 21, víctima de una conjura interna, tras haber combatido enemigos tan poderosos como Marbob, caudillo de los marcomanos. Si bien, su memoria trascendió épocas hasta que, en el siglo XIX, los nacionalistas alemanes le convirtieron en símbolo ideológico.
En todo caso, la acción de este carismático luchador supuso que Roma no se volviese a plantear su expansión por el norte de Europa, quedando las tropas imperiales replegadas tras las fronteras del Rin. En el año 476, esos mismos bárbaros despreciados por el altivo Quintilio Varo derribaron las murallas de un ya mortecino imperio romano, dando fin al mundo antiguo.
Fuente: El Mundo
No hay comentarios:
Publicar un comentario