22 noviembre 2006

Viaje en el tiempo con la muerte

POR MARTA TORRES

Quién sabe si en un día como ayer se le ocurrió a José Saramago el argumento para su última novela, en la que le da a la Muerte un tiempito de vacaciones. El caso es que desde ayer y hasta el próximo día 19 ella es la protagonista de las visitas guiadas para escolares organizadas por el Museo Arqueológico de Eivissa con motivo de la Semana de la Ciencia. La muerte es la guía de estas singulares excursiones que comienzan con un sonido de ultratumba. O más bien de `intratumba´.

Un sonido que precede a una salida que deja a la quincena de alumnos de Can Cantó con la boca abierta. Un sacerdote fenicio, un esclavo y una plañidera (que no son otros que los arqueólogos Jose María Garí y Salvador Bohigues y la restauradora Elena Jiménez, disfrazados) están a punto de representar una incineración fenicia. «No nos ven pero nos pueden escuchar», comenta Carmen Mezquida, la coordinadora del gabinete didáctico del Museo. Mientras explica que el hombre es el único animal que siempre se ha preocupado por enterrar a sus muertos, los visitantes del más allá meten los huesos calcinados del finado en una urna, en la que también introducen sus joyas. La plañidera sigue llorando y mesándose los cabellos ante la estupefacción de alguno de los niños. «¿Por qué le pagaban?», pregunta uno. «Porque daba prestigio al funeral», responde Mezquida. «¿Y por qué no lo hacía la mujer?», insiste. «También, pero tenía un componente social. Que una persona muriera era un desequilibrio para la sociedad», añade. Entre invocaciones a Baal, la urna desaparece bajo tierra acompañada de un lucero «para tener luz en la otra vida». Los tres personajes vuelven al fondo del hipogeo del que han salido al mismo tiempo que Carmen Mezquida empieza su explicación sobre los púnicos.
Pero las palabras («...se llaman hipogeos de la Mula porque los descubrió una mula...», «...los púnicos venían de Cartago...», «...inhumaban a sus fallecidos...») saben a poco después de la representación, así que los niños agradecen el sonido que, procedente de varios metros bajo tierra, les avisa de que vuelve a empezar lo bueno. Al final de las escaleras, en una sala oscura con olor a incienso que se ilumina de pronto con una lámpara de aceite, les espera el ritual de un enterramiento púnico. Alguno se estremece con los inquietantes sonidos de una música fúnebre. Los espíritus alzan un cuerpo y lo colocan entre varias piedras. Para su viaje al más allá disponen comida y bebida, terracotas del dios Bes, unos collares y un huevo de avestruz que simboliza «la continuidad de la vida». Sólo los más ricos podían permitirse este elemento importado de otras tierras. Las figuras se lavan las manos como acto final del ritual. «Es curioso porque le tenían miedo al muerto a pesar de que lo cuidaban, lo peinaban y lo arreglaban todo. Se lavaban después de estar en contacto con él porque consideraban que quedaban infectados», apunta Mezquida.
«¿Y no hay besos?», preguntan los chavales. «No, de momento no. Eso lo veremos con los romanos», explica la coordinadora mientras les anima a pasar a otra sala más pequeña en la que les explica que los hipogeos se reutilizaban y que incluso se pagaba por ellos «como ocurre ahora». Mezquida les señala la entrada original de una de estas tumbas subterráneas: un cúmulo de piedras tapando un agujero. Les hace fijarse en que todos los hipogeos están conectados. En esta sala también justifica el porqué de estas celebraciones alrededor de la muerte: «pensaban que los fallecidos podían regresar del más allá y hacerles la vida imposible, así que más les convenía estar a buenas con ellos».

Banquete funerario
El recorrido se complica. Hay que trepar hasta un reducidísimo espacio. Claustrofóbico. Obliga a estar sentado si no se quiere tocar el techo con la cabeza. Fascinante. Desde el suelo se descubren otras salas. Hay que apagar la luz para que los espíritus de Roma descubran sus secretos de la muerte. Es necesaria la oscuridad porque celebraban sus funerales de noche «para no entorpecer la vida en la ciudad». Hay que formar parte del séquito para poder espiar esta muerte, así que los niños se ponen las máscaras de cera que les pasa la coordinadora. «Querían que sus antepasados formaran parte de ellos, por eso cuando se morían hacían una máscara que guardaban», susurra Carmen Mezquida. El ritual ha comenzado. La mujer descubre la cara del difunto, la da un beso con el que recoge su último aliento, deja las monedas para Caronte, le unge con aceites y perfumes, lo cubre con una tela azul, arroja pétalos de rosa y deposita la comida para el camino. Por último pronuncia el laudatio funebris («toma mi mano como yo tomo la tuya y apriétala como yo la aprieto porque cuando partas no volveremos a vernos»). Los niños están invitados a participar en el banquete funerario, compuesto por nueces, aceitunas, almendras y dátiles. «También había lentejas porque pensaban que eran purificadoras», explica Mezquida.
Unos gritos interrumpen el momento. Un árabe entra en la sala buscando a un tal Mohamed. Encuentra una terracota y le quita los pendientes. Rebusca entre las monedas. Lanza las de cobre y se queda con las de plata. «¡Chorizo!», gritan los niños. «Es un expoliador. Pero no sólo lo fueron los islámicos, la más fuerte fue la del siglo XIX», explica. En ese momento hace su aparición un pagès que arroja a un sanalló varios trozos de cerámica. «Sólo les interesaban las piezas enteras porque las querían para sus colecciones, la mayoría privadas», añade Mezquida, que les obliga de nuevo a sentarse y mirar al fondo de la cueva. Sobre las piedras aparecen las sombras de un niño y una niña. Están jugando en la necrópolis. Tienen miedo pero quieren encontrar `tesoros´. «Si preguntáis a vuestros padres recordarán que venían aquí a jugar porque no estaba vallado. Los 3.500 hipogeos están conectados y podían perderse, así que ataban cuerdas a los árboles y las utilizaban para saber el camino de vuelta cuando se metían bajo tierra», indica antes de señalar que es el momento de regresar al presente. Al mundo de los vivos.

Fuente: Diario de Ibiza

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