03 enero 2007

RH. Cayus Sentius y los juegos invernales de Itálica

Por Félix Machuca.
La mañana en la que Cayus Sentius Africanus se embarcó en el puerto de Hispalis camino de algún punto del norte de Africa sintió miedo.

El viaje era peligroso. Había que atravesar el estrecho y, posteriormente, adentrarse hasta el desierto para buscar los contactos de los mercaderes de fieras. Pese a su elevada posición en la lujosa ciudad de Itálica, Cayus era un liberto de origen tunecino que se había enriquecido trabajando a la vera (y en la opacacidad) de los intereses del duumvir (uno de los dos alcaldes) de la ciudad de Santiponce, el todopoderoso Cayus Sentius Mauritanus. Ya digo que pese a su sólida posición económica y social al lado de Sentius Mauritanus, nuestro hombre consideró oportuno embarcarse en una aventura arriesgada. Pudo más el compromiso con su antiguo amo que disfrutar del invierno en las suaves colinas de Itálica, bebiendo apaciblemente vino con miel bajo el cálido sol de aquellos años del siglo II después de Cristo.

Antes de marchar hacia Africa, Sentius Africanus, se postró ante Dea Caelestis y le hizo una promesa. Sabía que el viaje era peligroso y que en aquella monumental Santiponce de mármoles nobles y casas decoradas con poderosos mosaicos de colores, dejaba intereses terrenales tan reconfortantes que era una estupidez jugárselos sin, al menos, pedirle a la diosa que lo protegiera. Si lo hacía y lo devolvía entero a su paraíso italicense, Cayus se lo pagaría honrándola. Esta diosa, de origen púnico como el propio Africanus, tenía culto en el anfiteatro de Itálica, justo al lado de una columna romana que muchos siglos después, regalaría a la ciudad sevillana el dictador romanizante Benito Mussolini. En una habitación del anfiteatro se levantaba el altar y sobre este, majestuosa, se instalaba la diosa celestial, sentada sobre los lomos de un león, porque también tenía ascendencia sobre las bestias. Madre de las cosechas y del renacer de la vida, sus días más propicios para honrarla serían lo cercanos al solsticio de invierno, justo cuando acaba un ciclo agrícola y comienza el renacer de otro, al influjo del nacimiento de la nueva luz, según nos cuenta el profesor de Arqueología de la Hispalense, Enrique García Vargas.

Para despedir el año, el antiguo amo de Cayus Sentius Africanus, duumvir y sacerdote de Itálica, montó un programa festivo a la altura de los más exigentes que podían verse en Roma. Gladiadores, venatores y naumaquias harían las delicias de los vecinos italicenses y aún de los de Híspalis, que aprovecharían la cercanía de la ciudad para pasar unos días en casa de los amigos y no perderse tan vistosa programación cultural. Por eso, porque era sumamente importante para la popularidad y prestigio de su antiguo amo, Cayus Sentius Africanus fue personalmente a la peligrosa frontera africana para buscar, sin intermediarios, las mejores fieras de aquel salvaje territorio.

La mañana era espléndida. El sol de diciembre caldeaba las gradas de un anfiteatro abarrotado por más de veinte mil personas que, entusiasmadas, comentaban el realismo con el que estaba decorada la arena para el espectáculo de la caza de fieras. De los bosques cercanos se habían arrancado árboles y arbustos para mimetizar el escenario y asemejarlo al habitat natural de las bestias. El coliseo italicense resplandecía con sus vivos colores. Se comía y se bebía sin parar y el público, gritón, divertido y gamberro, apuraba a la presidencia para que comenzaran los juegos. Alguna que otra voz perdida en la clandestinidad de la masa le recordaba a las autoridades que los leones del año pasado tenían menos dientes que las viejas Gayas. Risas y puyas por el tendido de sol. En la presidencia, el poderoso Marcus Sentius Mauritanus, rodeado del boato de su poder y prestigio, sacó perezosamente un pañuelo, indicando que los juegos comenzaban.

Heracles, Eunus y Gallus eran los venatores (gladiadores que se enfrentarían a las fieras) del atractivo cartel de aquel día. Los tres eran conocidos en Itálica e Hispalis, por la habilidad con la que se manejaban en tan desigual lucha contra las bestias. Iban vestidos de manera muy clásica. Gorros cónicos, túnica corta, botas de cuero altas y el escudo, la espada o la jabalina. El juego consistía en hostigar a las fieras para que se despedazaran entre ellas y, finalmente, hacerles frente y rendirlas hasta el final. Los tres eran venatores expertos. Y aquella mañana el espectáculo fue glorioso. No. Esta vez los leones no estaban tan desdentados como las bocas de las viejas Gayas. Dieron un juego ejemplar. Y el pueblo se lo agradeció a Marcus Sentius Mauritanus con aplausos, vivas y hasta alguna que otra pintada en las paredes del anfiteatro. Su antiguo esclavo, Cayus Sentius Africanus, había hecho un magnífico trabajo.

Cayus el Africano era un hombre de palabra. Y más si la había empeñado con la todopoderosa señora de su vieja tierra tunecina: Dea Caelestis. Algunas semanas después del clamoroso éxito conseguido por los venatores, un fino marmolista de la vieja ciudad de Itálica, le había labrado una magnífica lápida en la que, aún hoy, diecinueve siglos después, se puede leer: «Cayus Sentius Africanus, con sus hijos, donó esta placa por una promesa a la diosa». Está colocada a los pies del pedestal del culto y es visible hoy. En la placa se aprecian los contornos de dos pares de pies. Unos que miran en una dirección y los otros en su contraria. Hay quien lo interpreta como el principio y el final de un viaje peligroso pero felizmente terminado por Cayus el Africano. Parece obvio que la generosa protección de Dea Caelestis amparó las tribulaciones del rico ex esclavo por tierras bárbaras buscando leones con colmillos retorcidos. Desconocemos cómo lo recompensó su antiguo amo. Pero sabemos que los juegos lo pagaban los bolsillos de los políticos. A la espera que las contratas municipales le devolvieran con creces lo invertido en leones. Como ocurre hoy, es probable que tanto el amo como su diligente testaferro tuvieran con las comisiones por obras el mismo pudor que vemos ahora por Burguillos, Camas y Marbella. Sin que Dea Caelestis pudiera impedirlo...

fuente: ABC

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