25 noviembre 2006

La Vega Baja de Toledo y la privatización de la arqueología


A lo largo del mes de julio pudimos leer en las páginas de EL PAÍS una serie de artículos firmados por Patricia Ortega que dieron a conocer el peligro de destrucción de los restos arqueológicos conservados en la Vega Baja de Toledo.

Desde entonces y gracias a la decisión del presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, José María Barreda, se pudo corregir una situación que ha ido perdiendo protagonismo en la prensa de ámbito nacional en la misma medida que ha venido protagonizando desde entonces la de carácter local.

Por todo ello y pasado un tiempo prudencial, parece oportuno reflexionar sobre lo ocurrido y de paso sobre los procedimientos que vienen utilizándose en la protección de nuestro patrimonio histórico.

Para todos aquellos que desconozcan este importante yacimiento arqueológico, una parte inseparable de otro mayor que es la ciudad de Toledo, baste decir que en su subsuelo se conservan los restos de un circo romano junto al que fueron creciendo una serie de villas y construcciones ligadas al culto a algunos santos locales, que acabaron haciendo posible la existencia del complejo palatino de época visigoda. Sobre sus restos se construyó un arrabal islámico y luego toda una serie de ermitas, conventos y áreas industriales en los que trabajaron arquitectos de la talla de Covarrubias, Vergara o Sabatini.

Fue un lugar santo desde el siglo IV gracias a los enterramientos de personajes como santa Leocadia o san Ildefonso, junto a los que se inhumaron algunos de los monarcas visigodos y que tuvo continuidad en los cementerios de las comunidades mozárabe, islámica y hebrea de la ciudad.

Entre los muros allí conservados, aunque sea de manera parcial como ocurre en todo yacimiento arqueológico, discurrió una buena parte de nuestra historia y todo ello independientemente de que hoy no existan en superficie grandes esculturas o mosaicos de incalculable valor artístico que, por lo que parece, son los únicos restos que deben conservarse.

Pues bien, de este yacimiento se ha hablado muy poco en la ciudad de Toledo. En estos meses y al margen de una parte de la sociedad que nunca estuvo de acuerdo con esta operación urbanística, promotores públicos y privados sólo parecen haberse preocupado por criticar la capacidad que tiene este periódico para alterar decisiones del denominado pueblo soberano de Toledo, incluyendo comentarios que hacen referencia a la ruptura de la democracia o a los perjuicios que causa el patrimonio al futuro de nuestra ciudad.

Ante esta situación hay que empezar a hacerse determinadas preguntas. ¿Cómo es posible que en una ciudad que vive en buena parte de su pasado se haya llegado a esta situación? ¿Cómo es posible que desde la Administración de una ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad se planteen las obras de construcción de un nuevo barrio sobre un yacimiento excepcional en terrenos de titularidad pública, sin tener en cuenta los restos allí conservados?

Las respuestas darían para escribir muchos artículos como éste. Ahora sólo podemos desarrollar uno de los aspectos que la crisis de Vega Baja ha puesto de manifiesto. Nos referimos al papel protagonizado por los profesionales de la arqueología implicados que, a pesar de su buen hacer y de estar trabajando durante más de un año en este sector de la ciudad, no han podido dar a conocer los hallazgos que han realizado. Una situación que viene provocada por el modelo de gestión en el que ha caído el patrimonio arqueológico en la mayor parte de las comunidades autónomas, que son las administraciones competentes.

Desde finales de los años ochenta hemos asistido al auge de la denominada arqueología de urgencia, que ha convertido una disciplina hasta entonces científica y ligada a centros de estudio e investigación en un mero trámite administrativo relacionado directamente con la obtención de la correspondiente licencia.

La figura clave en el desarrollo de esta nueva arqueología es la del promotor, que sin tener culpa alguna en la situación, todo hay que decirlo, se ha convertido en el personaje que dicta las prioridades y que selecciona y contrata al arqueólogo encargado de realizar unos informes que, en buena medida, determinan la posibilidad de llevar a cabo su proyecto. Todos podemos comprender que ante una situación así algo está fallando y un buen ejemplo es la Vega Baja de Toledo.

Los arqueólogos, que al inicio de su trabajo deben firmar todo tipo de cláusulas de confidencialidad y a los que sólo se paga por excavar, nunca por investigar y menos por publicar, se han convertido en un instrumento administrativo que tiene como único fin obtener un determinado permiso, en vez de devolver a la sociedad la historia de su pasado, haciendo lo posible por conservar con un mínimo de lógica, es decir, sin extremismos militantes, los elementos que permitan conocerlo y disfrutarlo.

El caso de la Vega Baja es paradigmático de la situación en la que se encuentra la mayor parte de la actividad arqueológica en nuestro país. Una nueva realidad que supone, en definitiva, la privatización de esta disciplina con todo lo que ello implica.

Como resumen de todas estas reflexiones, parece evidente que en los últimos 20 años hemos conseguido convertir cualquier yacimiento arqueológico, por excepcional o importante que éste pueda ser, en un problema con una solución previsible. Esta vez, al menos, gracias a la presión ejercida por diferentes asociaciones cívicas e instituciones culturales y por el coraje y sensibilidad de alguno de nuestros máximos responsables políticos, se ha roto la cadena.

¿A lo mejor es la ruptura de un sistema que resulta bastante cómodo para algunos y no la paralización del proyecto de Vega Baja el origen de tanta y tan desafortunada crítica?Una disciplina científica se ha convertido en un mero trámite administrativo.

Fuente: El País

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