22 noviembre 2006

«Imber aquae», de Roberto Morán

JOSÉ LUIS CAMPAL FERNÁNDEZ

La nómina de escritores de Laviana abarca dramaturgos, ensayistas, cardenales, políticos, periodistas y poetas, muchos poetas, pero en cuestión de novelistas andábamos bien escasos. Hasta la fecha sólo habíamos tenido un novelista de relumbrón llamado Armando Palacio Valdés, pero, a partir de ahora, habrá que sumarle otro nombre: el de Roberto Morán Suárez. Tanto uno como otro no proceden de la capitalidad del concejo, ya que si Palacio Valdés vino al mundo en la aldea agrícola de Entrialgo, al norte de la Pola, Roberto Morán Suárez lo hizo al Sur, en el pueblo minero de Carrio. A uno y otro los separan casi un siglo: Palacio Valdés nació en 1853 y Roberto Morán en 1951, 98 años después. Pero no se acaban ahí las diferencias que pudieran enumerarse: Palacio Valdés publicó su primera novela a los 28 años y Roberto Morán, sin embargo, ha esperado a tener 55; además, la de Palacio Valdés se desarrolla en su tierra natal y en un tiempo contemporáneo, mientras que Roberto Morán se ha ido para su debut hasta la Roma de los emperadores del siglo I antes de Cristo. Pero tanto uno como el otro son, por el momento, los dos únicos novelistas que ha dado Laviana, por lo que juntarlos no me parece capricho pasajero.

Roberto Morán es licenciado en Historia por la Universidad de Oviedo, por lo que cabía esperar de él que se decidiera en sus incursiones literarias por una obra de enfoque historicista, que llegaría con años de aplicada lectura y un aprendizaje previo en forma de escritura. «Imber aquae» (Oviedo, Madú, 2006) no es la primera novela que sale de su cabeza y se apodera de su pluma, ya que antes de ésta lo hicieron otras dos que, a día de hoy, permanecen inéditas: «U. L. o La última vez que vieron a Sebastián» y «Plaza Feijoo, 0», dos novelas ambientadas, una, en la Universidad Laboral de Gijón y, otra, en la Universidad ovetense durante la transición. Pero en la formación de Roberto Morán habría de influir considerablemente su paso por la tertulia literaria «Seronda», que, alrededor de unos vasos de semiseco, se citaba todas las tardes de sábado en el desaparecido chigre de Casa Josepín. Corría la primera mitad de los años 80 y las reuniones de «Seronda» se expandieron más allá del intercambio de opiniones sobre afinidades y discrepancias literarias, pues sus miembros organizaron dos recitales (centrados en las figuras de Rafael Alberti y León Felipe) y montaron un espectáculo titulado «El hombre no existe» en 1985 donde la palabra poética se fundía con la música en directo, la performance teatral y la plástica. En «Seronda», Roberto Morán demostró que sabía escuchar con paciencia benedictina y, sobre todo, aguantar la locuacidad narcisista de los innúmeros poetas que militaron en aquella aventura, única en la comarca y de la que posiblemente no quede más memoria impresa que algún artículo de porfolio y una colección literaria que los tertulianos pusieron en marcha y a la que bautizaron como «La luna eléctrica», un nombre que fue idea de Roberto Morán, el cual se responsabilizó, además, de la segunda entrega de la colección: un extenso, rítmico, atípico poema homenaje al padre del Futurismo ruso titulado «Paseo con Maiakovski». Lo había compuesto en sus años de estudiante universitario y lo había recitado en una velada privada. Gracias a la iniciativa de «Seronda», Morán recuperó su manuscrito, lo aseó y con su publicación se certificó el nacimiento de un autor que, en las últimas dos décadas, se ha volcado en la escritura de relatos y algún guión cinematográfico hasta que se puso manos a la obra con «Imber aquae», cuyo título tomó prestado de un verso de Ovidio y que podríamos traducir por «agua de lluvia» o «agua de lágrimas».

«Imber aquae» no se inscribe en la legión de novelas que toman a la Historia como pretexto o trampolín para desbarrar sobre presupuestos falsamente verídicos, una moda que está corrompiendo un género que hicieron grande cultivadores como Walter Scott, Galdós o Robert Graves. Frente a ejemplos actuales poco dignos, «Imber aquae» resulta honesta y convincente. Roberto Morán se ha documentado a conciencia sobre la época imperial.

A partir de una sospecha como es el intento de magnicidio de que fue objeto el emperador Augusto (la historia de Roma viene marcada por las guerras civiles) por parte de intrigantes -un episodio recubierto de misterio y que no ha sido suficientemente analizado-, «Imber aquae» construye un cuidadoso fresco sociopolítico cargado de irónicas reflexiones sobre la debilidad humana y el reguero de víctimas inocentes que dejan tras de sí las ambiciones políticas y el egocentrismo y la megalomanía de los hombres dedicados a la vida pública y sedientos de reconocimiento, se lo merezcan o no. La obra se monta sobre una cuenta atrás, por lo que el seguimiento temporal de los hechos es muy importante; Roberto Morán lo resuelve mediante la inclusión de unas tablillas cronológicas que actúan a modo de inicio de capítulos y que mediante paradas momentáneas en la narración sirven al lector para tomar resuello. La acción abarca desde que faltan 44 días para el golpe de Estado y se extiende hasta los 15 días posteriores al fallido complot. Ello libera al narrador de conducir el grueso de la trama hacia el peligroso callejón del éxito o fracaso de la confabulación para matar a Augusto. Y le permite al autor lavianés concentrarse en una recreación de época de alto valor pedagógico y acometer una reconstrucción objetiva de la Antigüedad, despojándola del peso erudito que no ayude al lector a forjarse una imagen aproximada de las psicologías y conductas que regían en el Imperio Romano.

Sortea Roberto Morán uno de los vicios más acentuados entre los jóvenes escritores, cual es el del embarullamiento expositivo y la pretenciosidad, porque las primeras novelas nunca deben ser sacos de referencias cultistas, que son la marca inequívoca del autor pedante. Pero Morán tampoco esconde su bagaje ilustrado ni deja al margen el ambiente cultural; todo lo contrario, nos da en «Imber aquae» sugestivas noticias sobre los círculos artísticos, que quedan pintados de cuerpo entero, y realiza una crítica descarnada de los instintos primarios por los que desde el origen de los tiempos se han conducido los literatos con tal de adular a los poderosos y hacerse un hueco en la feria de las vanidades que es la sociedad. Además, para una cabal comprensión de los usos, costumbres y mentalidades de tan remotos tiempos, y principalmente para esclarecer la terminología empleada en la descripción de sociedad tan compleja y adelantada como la romana, el novelista incluye una utilísima relación de palabras y expresiones latinas con su correspondencia castellana. La novela se atiene a las reglas de oro de la novela que entretiene deleitando y que funde emoción cultural con tensión dramática. A pesar de las variadas voces que intervienen en la narración, «Imber aquae» está redactada en un estilo fluido, accesible, con descripciones ágiles y abundante diálogo para facilitar el seguimiento de los sucesos e ir punteando la catadura moral de los personajes implicados en la conjura y su neutralización.

Tanto fue el material generado que, a fin de evitar que no perdiera unidad el conjunto, tuvo que sacrificar capítulos, como uno sobre las guerras cántabras, en el que Augusto se acercaba hasta Gijón. A pesar de su poda, esas páginas no se perderán, como tampoco lo harán otras presentes en la primera versión de «Imber aquae» y con las que ha formado una nueva novela de piratas y naufragios titulada «Los virgilianautas», y que está siendo valorada con vistas a una futura edición. Ahora que la maquinaria se ha puesto en marcha y está engrasada, estoy seguro de que nos llegarán más novedades firmadas por Roberto Morán.


Fuente: La Nueva España

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