Nueva York.- Dices Egipto y las cuartillas chorrean hieratismo o formalidad, ausencia de expresión, monumentalidad, rigidez y arcaísmo. Egipto son diálogos con los dioses y el más allá, muertos que cruzan el Nilo junto al Sol, en una barcaza rodeada por cocodrilos, y también templos profundos, embalsamados como colosos ciegos, y columnas, pilonos y obeliscos alineados bajo el cielo diamantino del Sáhara. Todo cierto, parcial e insuficiente. Para derribar conceptos manidos o, al menos, revocar su perfume, el Metropolitan de Nueva York ha inaugurado 'Regalos para los dioses'.
Exhibición insólita, centrada en la plástica del metal egipcia, 'Regalos...' apenas cubre una sala, cercada por los murales imponentes y los edificios transplantados piedra a piedra. Su falta de ambición, lo mínimo de la propuesta, sugiere nuevos mundos, menos documentados, en el espacio ya mil veces glosado de Nefertiti y cia. Otras exposiciones del Museo, más abundantes, ricas y suntuosas, como la que presenta fragmentos de las Puertas de paraíso (Ghiberti), o la que exhibe los fondos de pintura holandesa, han convocado más ruido publicitario, y sin embargo 'Regalos...' constituye un secreto especial y ligero, atardecer de figuritas enterradas por la poliomelitis del tiempo que recobran un ajado esplendor de alfarería metálica.
Cierto. La escultura egipcia, mentalmente, remite a la monumentalidad de Abu-Simbel (imperialismo rampante de los Ramésidas, con figuras más grandes que la vida) o a la eficacia del Escriba sentado. Por contra, las piezas de cobre, oro, bronce y plata del Metropolitan, rara vez vistas, hablan de un pueblo atento al detalle, que miniaba los gestos con tímidas exploraciones hacia el psicologismo. Son obras de todos los periodos.
Cubren desde el Imperio antiguo hasta la decandencia de los últimos mil años, con especial mención para el Tercer Periodo Intermedio (1070-664 A.C.), momento decisivo en la disciplina. La mayoría de las piezas, restauradas, presentan la vocación sacra propia. Hablaban con los dioses, como siempre, porque era aquel un pueblo obsesionado con los viajes hacia la muerte y la necesaria presencia de provisiones espirituales y físicas que hicieran más llevadero el tránsito al difunto.
Florecieron en los templos como una plaga pobre y buena. Eran amuletos, brújulas para el fiel. Destacan las sacerdotisas de ropas pegadas al cuerpo, más femeninas de lo habitual, así como las faraonas y diosas que amamantan a un niño. Todas exhudan vida, inapresable timidez, temperatura humana, y tracienden el manido dialogo con la eternidad, la fijación inevitable con los poderes ultraterrenos, a base de bocas dobladas en una leve sonrisa y cuerpos de piel crujiente, espumosa, carnal, a la que el verdín del tiempo no ha despojado de respiración. Abundan las sorpresas.
La profusión de inscripciones, traducidas, ayudan a fijar la intención del artista anónimo, y los expertos recomiendan fijarse en figuras como la de Hepu, que luce un peinado natural, a la moda, tan diferente del rígido peinado ritual con el que suele aparecer usualmente.
'Regalos...', en suma, ofrece la cara menos transitada y oficial de Egipto.
Lo hace en una institución, el Metropolitan, rebosante de galerías con momias, murales y orfebrería. Priman, cómo no, las líneas rectas, porque siempre, a pesar de los avances militares, etc., fue aquel un pueblo dedicado a la agricultura, de campesinos, funcionarios y geómetras que dominaron el Nilo a base de catastros, ignorante de la rueda, capaz, con el curso de los siglos, de alumbrar una cultura desproporcionada, de sólida cosmogonía celeste a la que las figuritas reseñadas añaden detalle y asombro: emoción garantizada.
Fuente: El Mundo
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